EL VERANO QUE NOS VIO ARDER.

EL VERANO QUE NOS VIO ARDER

Los medios de comunicación venían informando las últimas semanas de la ola de incendios que estaban arrasando los bosques de la península.

Una sombra femenina sobre la tapia del cementerio contempla cómo las llamaradas acaban con unos fresnos mientras escribe.

Antes había verano. Ahora no, ahora sólo llamas.

Hace algún tiempo nos escribíamos cartas, a veces hasta de amor y algunas incluso las contestabas.

¿Dónde estarán?

A mi me gusta pensar que enterradas en lo más profundo de nuestra alma. Luego levanto un segundo la vista del papel y me doy cuenta que las uso para alimentar el fuego; o la rabia, no estoy muy segura.

Ya no se escriben cartas.

Los veranos son una escuela magnífica en la que aprender a manejarte en la vida.

Uno de ellos aprendí cómo una familia se puede romper en un instante y arrojarte  de tu hogar sin entender por qué a los brazos de gente que no conoces, a pesar de ser familiares.

Aquel verano comprendí lo que es un psiquiátrico, cuando iba a visitar a mamá. Luego, mi padre, volvía a dejarme en casa de los abuelos.

¡Ah, es verdad! Ese verano también te conocí. El chico con la cara manchada y las rodillas llenas de heridas, malhablado y desobediente que tan pronto utilizaba su tirachinas contra los pájaros como contra las personas que pasaban por debajo de la ventana de la ermita abandonada que le servía de escondite.

Sin embargo, a mi nunca me tiraste con él. Quizá guardabas las piedras para más adelante.

El monte arde. Es agradable la sensación.

Me gusta sentarme a escribirte. Ya ves, sigo teniendo la vana esperanza de que en alguna ocasión contestes estas cartas. Y no, créeme que esta vez no te valdrá la excusa de que no te llegan, que es difícil encontrar la dirección de tu tumba entre tantas lápidas en este cementerio.

Siempre entendí los veranos como un nuevo comienzo.

Hay quien se empeña en decir que con las uvas de fin de año dejamos atrás lo vivido para afrontar una nueva aventura, pero no es verdad.

Mi padre decidió casarse otra vez en verano. Y mandarme a un internado a Irlanda. Me acompañaba a ver a mamá al sanatorio de salud mental al llegar el calor y comenzar las vacaciones. Ya no le llamaba psiquiátrico, estaba mal visto entre la gente de nuestra posición, y no le gustaba que murmurasen. Esa fue la razón de que intentara a toda costa que tú y yo no nos viéramos cuando volvía a casa de los abuelos. Los de tu familia no sois lo suficientemente buenos.

También le podía haber comentado a mi tío, ya que se ponía tan dogmático y trascendental, que no se acercara a verme cada noche a mi habitación. O a la abuela, que intentó por todos los medios que aquello no saliera de los gruesos y blancos muros de su enorme casa de pueblo. Y lo consiguió, vaya si lo hizo.

Nosotros fuimos más listos. ¿Verdad?

Te dejé entrar a ti, antes que a nadie. Antes de que a mi tío se le hiciera poco meterse bajo las sabanas y tocarme hasta saciarse.

Tengo un recuerdo vago, pero creo que cuando lo descubrí colgando de aquella viga de madera del corral, no se tocaba. Aunque su rostro era sereno, de eso si que me acuerdo,  en esos momentos vuestro gesto siempre es sereno. El tuyo irradiaba una enorme paz. Estabas tan guapo…

El miedo consigue sacar lo peor de nosotros mismos.

Se me quedó grabada esta frase del cura mientras ofrecía su responso.

Como aquella que solías decir tú poco después de que acabáramos la universidad ¿cómo era? ¡Sí, hombre! Aquella que no le gustaba nada a tu madre…

Ya recuerdo, «El amor no es más que una tontería para bobos, algo que termina con el enamoramiento. Sin embargo la pasión, eso es otra cosa».

Así eres tú. Apasionado.

Y así soy yo. Boba, una miedosa capaz de sacar lo peor de sí misma en el momento más inoportuno.

También recuerdo mi primera vez con el fuego. Aunque seguro que la mala pécora de Luisa y su familia lo recuerdan mejor.

No creo que puedan olvidar jamás la noche de Santa Ana en la que ardió su finca y su padre dentro de ella.

Mi abuelo tampoco, el incendio se descontroló y casi acaba también con la suya. ¿Te acuerdas cómo lloraba porque no le dejaban los bomberos ir en el retén?

Parecía un chiquillo; era tan adorable. Es una pena que necesitéis de estímulos así para reconciliaros con vuestra mejor versión.

Nunca me pillaron. Jamás lo dijiste. Aunque hubiera dado igual ¿no? A fin de cuentas sólo soy la hija de la loca.

Y Luisa una buscona.

¿Y tú? Un tonto por dejar que esa pelandusca te metiera la mano en los pantalones.

Menos mal que llegué a tiempo para ponerla en su sitio.

Lo nuestro no es como lo de mis padres. Lo nuestro es de verdad, intenso, superior, de otro mundo, distinto. No lo entienden. Incluso tú dudaste. 

Luego el sanatorio otra vez, las escapadas, mi padre, el sanatorio. Mi madrastra, el sanatorio. Tú, el sanatorio. Otra escapada, un incendio. Una cárcel para enfermos mentales, la muerte de mi abuela. Mi padre y su nueva novia, casi de mi edad. Tu boda, el sanatorio…un último incendio.

Tú y yo consumidos entre las pavesas, abrazados bajo la morera en la que me amaste por primera vez un verano.

A veces escribo estas cartas, para no sentirme tan muerta. Para no aferrarme a aquellos melindrosos reproches que nos alejan de lo que nos une. Esas palabras que deberían erradicar del diccionario: loca, enferma, retrasada, débil, monada, sumisa, entregada, inútil…tantas y tantas.

Pasión, ¿verdad, mi amor? Lo nuestro siempre se llamará pasión; de ahí las llamas.

Las campanas tañen con fuerza. Un nuevo foco cerca del muro sur del cementerio se abre paso por el parque en dirección al pueblo.

***

Este relato participa en el concurso #relatosdeverano de la web literaria Zenda.  

J.C. Sanchez
JC Sanchez
jcs@jcsanchez.eu
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